Desgraciadamente
la evolución de las palabras a veces nos juega malas pasadas. La palabra
"maestro" tiene un noble antepasado etimológico:
"magister". A su vez esta palabra es un derivado de "magis"
como adverbio y "magnus" como adjetivo. O sea, "grande",
"más". El maestro era el que sabía más y por ello
era digno del mayor respeto; se convertía así en autoridad. Esa
autoridad no tenía por qué reflejar una recompensa dineraria
directa, pero su posición social, relevancia e influencia en el mundo
clásico y hasta hace bien poco tiempo era algo evidente.
El
contrario de "magis" es "minus" o "minor",
que como se puede deducir se traduciría por "menos". El que
es menos es el servidor de todos, es el que se rebaja para el bien de la
comunidad a la que sirve. Ese es el "minister", de donde deriva la
tan poco reputada palabra "ministro".
Mucho
han cambiado las cosas desde que evolucionaron estas palabras. Ahora
sonreímos comprensivamente cuando oimos que un ministro era un servidor
público o que el maestro era una autoridad social. Sin embargo, creo que
en ambos casos debemos plantearnos por qué eso que parecía tan
lógico a nuestros antepasados a nosotros nos remite como mucho a un
sentimiento noble, nostálgico e incluso utópico, pero a poco
más.
El
maestro en el mundo occidental no tiene la reputación que tenía
antes. La educación es gratis y el maestro está infravalorado.
Dentro de los estudios superiores Magisterio ha sido la salida para aquellos
que se "conformaban" con una diplomatura, de ningún modo
equiparable a los estudios que te ponían en situación de
ofrecerte una posición social bien remunerada. Solo los estudiantes muy
vocacionales permanecen como un reducto del buen hacer del maestro, contra
viento y marea.
Los
otros maestros, los padres, también han renunciado al oficio. Los
padres, no todos, han optado por convertirse en animadores sociales y su
función en los colegios se limita a vociferar, gritar a los maestros,
prescindir de su autoridad, y culpar a otros de los fallos de sus hijos y de
ellos mismos. Una minoría de padres quieren ser
educadores de sus hijos, conscientes de que esa es una labor principal que no
puede ser delegada ni siquiera a los mejores colegios que, en todo caso,
serán meros colaboradores de la educación que quieren los padres.
Cuando no se han tenido maestros en casa es muy dificil reconocerlos fuera.
Por
su lado, aquel servidor de la comunidad, el ministro, como oficio,
también ha caído en el descrédito, ya que el "cursus
honorum" ha dado paso a la mediocridad, cuando no a la ignorancia. El
poder, decía el católico inglés Lord Acton, corrompe, y lo
ha hecho incluso con una de las palabra con las que se personifica. El que
debería ser el servidor de todos se ha convertido en el
"dirigente" (palabra odiosa), el que retuerce la realidad a su
conveniencia política o "educa"desde el poder considerando
al resto de ciudadanos, sus iguales, como simple masa manipulable.
Me
pregunto: ¿se ha quedado el lenguaje tan obsoleto que el significado
histórico de las palabras ya no tiene importancia, hasta tal punto que
significan cosas contrarias a lo que deberían? ¿no será que las palabras siguen significando lo mismo
y que los que hemos cambiado hemos sido nosotros?
Carlos Segade
Profesor del Centro
Universitario Villanueva