Vamos aquí a meter
mano a una cosa, o,
mejor dicho, a una palabra, que no es lo mismo. Vamos a meter
mano a la
palabra "
mano". Espero, eso sí, que no se me vaya la cosa de
las
manos. Aquí, por lo tanto, sólo va a haber palabras,
cuyo intercambio es el más noble que puede haber entre los seres humanos.
Aunque no van a estar todas las que son, porque muchas, fugitivas, se me
van a ir de las
manos, procuraré que por lo menos todas las
palabras que estén vengan del mismo tronco común, de la misma
mano, haciendo
una cuidadosa
criba o
manicura.
Espero, ya que meto la
mano, no meter la pata.
La palabra "mano" viene del
latín "manus", y es femenina, no por nada, sino porque conserva el
género gramatical que tenía en la lengua madre del Lacio, y por eso decimos la
mano, y no *el mano, algo que sorprende a primera vista a los
extranjeros que aprenden la lengua del manco de Lepanto y que se
acostumbran enseguida a la regla de que los sustantivos que acaban en -o son
masculinos, sin tener en cuenta esta excepción que confirma la regla.
Conque no se inquiete nadie. No vamos a llegar a
las
manos de verdad, no vamos a pelearnos con las dos extremidades
superiores, la izquierda, zurda o siniestra, y la derecha o diestra, ni
va a llegar la sangre al río. No vamos a levantarle la
mano a nadie
ni a darnos de
manotazos,
manotadas,
mamporros y
mamporrazos. Simplemente vamos a darle un buen
meneo a la palabra
"mano". Pero no vamos a hacer como los
mamporreros, que
se dedican a dirigir el miembro del caballo
a la vulva de la yegua
para facilitar la operación de la monta
en el acto de la generación
,
lo que se ha convertido en un insulto habida cuenta de que no se necesitan
demasiadas luces ni formación profesional para llevar a cabo algo que el
caballo suele desempeñar sin dificultad por sí solo. De ahí que se denomine
mamporrero
por extensión a la persona que hace el trabajo sucio generalmente a un
superior jerárquico utilizando medios ruines, rastreros y las más de las
veces inconfesables.
Pero tampoco vamos nosotros aquí a propinarnos
mandobles,
que son los golpes y aun los navajazos, puñaladas o cuchilladas que nos da a
veces la vida, la peor de todas las maestras, con el arma blanca, cuchillo,
puñal o navaja, que tenga a
mano y empuñe con doble
mano, sino
que, por el contrario, vamos a darnos
amistosamente la
mano, porque conviene hacer las cosas que hagamos de
mancomún,
es decir de acuerdo, unida- o solidariamente, dado que nos
mancomunamos
con los demás, formamos una
mancomunidad o comunidad de
manos.
Tampoco vamos a comer con las manos, que
es de mala educación, y para eso se inventó la cubertería de los cuchillos,
cucharas y tenedores. Y es que en la mesa hay que guardar buenos modales
o maneras, sin caer en el amaneramiento, que es la exageración sobremanera
de gestos manuales, lo que puede hacer que se nos tilde de
amanerados.
Pero en la vida en general hay que tener buena "maña"
o habilidad manual e ingenio, para amañar las cosas y que no se nos
desmañen, y ser mañoso en el buen sentido de la palabra, en
el sentido de ser un manitas, no un manazas, y no en el de vicio contraído, mala
costumbre o resabio, que eso son malas mañas.
De antemano, muchas son las palabras
relacionadas con la mano que nos vienen a las mientes y a las manos
y que nos vienen a mansalva, es decir, a mano salva o
a salva mano, o sea, con mucha seguridad, sin gran peligro de
equivocarnos, cuando pensamos en derivados de "manus". Unas nos
vienen por tradición manuscrita de los monjes amanuenses, y
las leemos ya impresas en los libros. Otras nos llegan directamente a los
oídos.
Las palabras nos vienen en tropel, a
manadas, que eran los montones de hierba o de cereal que caben en la mano
cogidos de un puñado, y de ahí el hato de ganado que estaba en poder de nuestra
mano, o bajo nuestra responsabilidad. Otras veces las palabras
vienen a manojos, que son los ramos de plantas o flores que
llevamos en la mano. Así que no corremos el riesgo de quedarnos manicortos
ni maniatados ni manituertos ni manirrotos, sino más bien manilargos
a la hora de citar algunas.
Son las palabras como piezas de mampostería ,
o sea, como mampuestos, que así se llaman a las piedras colocadas a
mano, que encajan perfectamente dentro del engranaje de un edificio, y, en nuestro caso, de un texto. Procuraremos
que ninguna nos quede a desmano o a contramano, aunque sean
de primera, segunda o tercera mano.
En otro orden de cosas y de palabras, no es lo
mismo, por ejemplo, la mano de obra, generalmente barata, del obrero de
la construcción que está con las manos en la masa y la manufactura,
que la maniobra del gobierno, que es la reforma laboral que
abarata las pensiones y alarga la vida laboral de los contribuyentes en
detrimento del júbilo de la jubilación, cada vez más lejana e inalcanzable como
un trampantojo.
No hace falta que nadie nos lo mande, es
decir que lo ponga en nuestras manos para que dejemos de hacer lo que
está mandado, y cumplamos los mandamientos del decálogo,
como Dios manda. En este mundo, tanto en la sociedad civil como en el
estamento militar ya hay demasiados mandatarios, mandamases democráticos
o no, mandos y comandos, comendadores, que por mi mal los vi, comandantes,
demasiados y demasiadas mandones y marimandonas, por desgracia,
porque tanto monta Isabel como Fernando, sin que importe ya mucho de verdad el
timbre masculino o femenino de la voz de mando.
Porque es manifiesto ya que está en nuestra mano comprobarlo y
está claro, como dice el pueblo llano, que los que mandan tienen la
sartén por el mango, y que donde hay capitán no manda marinero,
aunque también es verdad, por cierto, que los que mandan por activa son
por pasiva los más mandados.
Aunque a veces presentemos alguna demanda,
nos dejamos manipular y manejar, y nos encomendamos y
amansamos, es decir nos hacemos mansos o lo que es lo mismo
acostumbrados a la mano que nos da de comer como estómagos
agradecidos que somos y habituados al poder de nuestro dueño, y lo
hacemos con rutinaria mansedumbre, aunque a veces cometamos algún
desmán, y nos desmandemos, o soñemos al menos con nuestra emancipación.
En la antigüedad un esclavo podía ser
manumitido, es decir, liberado y convertido en liberto y aun en libertino,
si rompía todos los lazos con su antiguo dueño. La manumisión era
un acto jurídico por el que un siervo dejaba de estar bajo el poder de su
amo, dejaba de estar "mantenido", de estar en manos de
alguien y bajo su manutención, y podía moverse libremente: se emancipaba,
es decir, dejaba de ser un mancebo en el sentido antiguo de la palabra, donde valía por "esclavo". Aunque podía muy bien amancebarse y practicar el amancebamiento,
que es el trato sexual entre hombre y mujer no unidos por matrimonio,
unión que no era bendecida por la iglesia ni por el Estado, siendo la mancebía sinónimo de prostitución y también, aunque parezca mentira, que no lo es, de juventud, porque los mancebos, como los mozos de botica, eran siervos jóvenes.
En ese sentido hay que decir que la mujer
estaba bajo el poder de su padre o de su marido. Era por eso por lo que los
pretendientes pedían la mano de las pretendidas, que pasaban de la mano,
o sea del poder, del padre a la mano o poder del esposo.
Y para no guardarnos ningún as bajo la manga,
que es lo que cubre la mano, citaremos también el manoseo, la manguera, y la manopla, esa
suerte de guante o pieza de la armadura antigua, con que se guarnecía la mano,
la discutida masturbación o acción de procurarse goce sensual a solas
con las manos, si aceptamos la conjetura de que masturbatio
procede de manustupratio o manusturbatio y no, más improbable, de magis
turbatio, el manillar, esa pieza de la bicicleta encorvada por
sus extremos que forma un doble mango en el que se apoyan las manos,
la manivela, manija o manubrio y las manecillas
diminutas del reloj, maldita sea la hora en que se inventó; con lo bien que
vivíamos sin él y sin las prisas que nos mete.
Los que hacen a dos manos son los que
mejor se desenvuelven, sobre todo si tienen algo importante entre manos
y pueden atenderlo con entrambas manos, ambidiestros que son, porque no
carecen de mano izquierda, o dicho de otro modo, tienen buena mano,
o mano de santo, y no están dejados de la mano de Dios.
Y si bien Poncio Pilatos se lavó las manos,
no fue por razones de higiene, sino por desentenderse del asunto de
capital importancia que se traía entre manos.
También se ha dicho mucho que
manos blancas
no ofenden. La blancura era en tiempos pasados un signo no sólo de candor e
inocencia, sino sobre todo de belleza, y la belleza, atributo
definitivo de las mujeres. Con lo de
manos blancas se aludía a
las carrilladas "inofensivas" que podían propinar las mujeres a los
hombres cuando se sobrepasaban con ellas, bofetadas que no ofendían.
Por
otra parte, Jean Paul Sartre, el filósofo existencialista, no sólo no se lavó las
manos como Pilatos, sino que además
decía que había que comprometerse y ensuciarse las
manos, olvidándose a veces de
consideraciones morales. Decía que había que mancharse las
manos, y que no había que avergonzarse de tener las
manos sucias si era preciso, y era preciso emporcárselas sobre todo cuando uno se dedicaba profesionalmente a la política.
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