Iniciamos en este número de Stilus una sección dedicada al conocimiento de algunas etimologías relevantes. Si saber de dónde vienen las palabras –no palabras extrañas y rebuscadas, sino esas que conocemos y casi todos los días pronunciamos–, su origen, historia y evolución presenta un atractivo especial; mucho más nos atrae averiguar el parentesco de términos de los que nunca hubiéramos sospechado que pudieran pertenecer a la misma familia, o que han derivado de una misma palabra.
Y como la revista se denomina Stilus, instrumento punzante con el que se escribía en la antigüedad sobre la cera, el plomo, etc., vamos a comenzar explicando la familia de ‘cálamo’, otro instrumento de escritura, en este caso el que servía para escribir sobre soportes blandos como el papiro o el pergamino. En latín calamus significa caña; es la caña que crece junto a los ríos y que debidamente tratada (cortada, secada, endurecida, con una incisión a bisel en uno de los extremos para poder servir de instrumento escriptorio) pasa a significar cálamo, antecedente de nuestras plumas (plumas de ave primero, y estilográficas ya en el siglo XX). La tinta que se utilizaba para escribir con el cálamo se extraía de un cefalópodo, y por el uso al que se destinaba se denominó tincta calamaris. Posteriormente aquel generoso molusco pasó a llamarse calamar. El adjetivo predominó sobre el sustantivo y ya nadie se acuerda de que aquel animal se llamaba loligo vulgaris antes del uso de su tinta para la escritura. Incluso en el siglo XV, según nos recuerda Nebrija, al calamar se le llamaba ‘tintero’ por la tinta que derrama. En occitano antiguo calamar significaba aún ‘escribanía, recado de escribir’.
Aquellas cañas (se denominaban así también a las de los cereales) eran una riqueza económica, y cuando un vendaval arruinaba un cañaveral o un sembrado había ocurrido una calamitas, es decir, una calamidad para los habitantes que vivían de aquello. El gramático Donato explica que los rústicos llaman al granizo calamidad, porque destroza las cañas («calamitatem rustici grandinem dicunt, quod calamos conminuat»). Posteriormente calamidad se extendió a cualquier desastre natural, y más tarde a una ruina de cualquier tipo. “Eres un/a calamidad” se usa aún hoy para reconvenir a una persona a la que todo le sale mal, o que tiene una especial habilidad para estropear las cosas. Pero nuestra lengua dispone de varias palabras más de la misma raíz. Del diminutivo calamellus deriva caramillo, ‘flauta simple de caña, madera o hueso’, ya que estas flautas se hacían cortando una caña y practicándole unos orificios que permitían obtener unas cuantas notas. Y existe también el duplicado carambillo. Pero a través del francés chalemie, que deriva asimismo de calamullus, nos llega a finales de la Edad Media un precioso chirimía, ‘especie de flauta con diez agujeros y lengüeta de caña’, y su duplicado chiremía, que se encuentra atestiguado ya en 1461 en la Crónica del condestable Miguel Lucas. Hay otra variante castellana, que es chirumbela y churumbela, ‘instrumento musical de viento semejante a la chirimía’. J. Corominas sostiene que de churumbela
pasando por el sentido figurado de‘pene’ (tenemos ‘gaita’ con el mismo sentido) se ha llegado a churumbel, voz andaluza y agitanada con el sentido de ‘niño pequeño’.
De otro diminutivo, calamulus, obtenemos carámbano a partir de la forma que presenta, ‘pedazo de hielo que queda colgando al helarse el agua que cae o gotea de algún sitio; por ejemplo, de los tejados’.
Y llegamos a Portugal, donde se elaboraba un dulce con la forma de caña o carámbano llamado ‘caramelo’, que dio nuestro caramelo, que a su vez pasó al francés y al italiano, y que nos recuerda esas grandes barras de dulce que todavía se pueden ver en las ferias de nuestros pueblos, que hacen la deliciade los niños porque les permite estar chupando durante toda una tarde.
Una última referencia para los biólogos, que conocen bien ese ‘sapo pequeño verde con uñas planas y redondas que habita entre cañas’ llamado calamita o calamite (bufo calamita). Hay términos tan visuales que tienen una familia bien numerosa. Y de calamus, por el rastro que nos ha dejado, bien podemos decir: “¡Eres la caña!”.
Y como la revista se denomina Stilus, instrumento punzante con el que se escribía en la antigüedad sobre la cera, el plomo, etc., vamos a comenzar explicando la familia de ‘cálamo’, otro instrumento de escritura, en este caso el que servía para escribir sobre soportes blandos como el papiro o el pergamino. En latín calamus significa caña; es la caña que crece junto a los ríos y que debidamente tratada (cortada, secada, endurecida, con una incisión a bisel en uno de los extremos para poder servir de instrumento escriptorio) pasa a significar cálamo, antecedente de nuestras plumas (plumas de ave primero, y estilográficas ya en el siglo XX). La tinta que se utilizaba para escribir con el cálamo se extraía de un cefalópodo, y por el uso al que se destinaba se denominó tincta calamaris. Posteriormente aquel generoso molusco pasó a llamarse calamar. El adjetivo predominó sobre el sustantivo y ya nadie se acuerda de que aquel animal se llamaba loligo vulgaris antes del uso de su tinta para la escritura. Incluso en el siglo XV, según nos recuerda Nebrija, al calamar se le llamaba ‘tintero’ por la tinta que derrama. En occitano antiguo calamar significaba aún ‘escribanía, recado de escribir’.
Aquellas cañas (se denominaban así también a las de los cereales) eran una riqueza económica, y cuando un vendaval arruinaba un cañaveral o un sembrado había ocurrido una calamitas, es decir, una calamidad para los habitantes que vivían de aquello. El gramático Donato explica que los rústicos llaman al granizo calamidad, porque destroza las cañas («calamitatem rustici grandinem dicunt, quod calamos conminuat»). Posteriormente calamidad se extendió a cualquier desastre natural, y más tarde a una ruina de cualquier tipo. “Eres un/a calamidad” se usa aún hoy para reconvenir a una persona a la que todo le sale mal, o que tiene una especial habilidad para estropear las cosas. Pero nuestra lengua dispone de varias palabras más de la misma raíz. Del diminutivo calamellus deriva caramillo, ‘flauta simple de caña, madera o hueso’, ya que estas flautas se hacían cortando una caña y practicándole unos orificios que permitían obtener unas cuantas notas. Y existe también el duplicado carambillo. Pero a través del francés chalemie, que deriva asimismo de calamullus, nos llega a finales de la Edad Media un precioso chirimía, ‘especie de flauta con diez agujeros y lengüeta de caña’, y su duplicado chiremía, que se encuentra atestiguado ya en 1461 en la Crónica del condestable Miguel Lucas. Hay otra variante castellana, que es chirumbela y churumbela, ‘instrumento musical de viento semejante a la chirimía’. J. Corominas sostiene que de churumbela
pasando por el sentido figurado de‘pene’ (tenemos ‘gaita’ con el mismo sentido) se ha llegado a churumbel, voz andaluza y agitanada con el sentido de ‘niño pequeño’.
De otro diminutivo, calamulus, obtenemos carámbano a partir de la forma que presenta, ‘pedazo de hielo que queda colgando al helarse el agua que cae o gotea de algún sitio; por ejemplo, de los tejados’.
Y llegamos a Portugal, donde se elaboraba un dulce con la forma de caña o carámbano llamado ‘caramelo’, que dio nuestro caramelo, que a su vez pasó al francés y al italiano, y que nos recuerda esas grandes barras de dulce que todavía se pueden ver en las ferias de nuestros pueblos, que hacen la deliciade los niños porque les permite estar chupando durante toda una tarde.
Una última referencia para los biólogos, que conocen bien ese ‘sapo pequeño verde con uñas planas y redondas que habita entre cañas’ llamado calamita o calamite (bufo calamita). Hay términos tan visuales que tienen una familia bien numerosa. Y de calamus, por el rastro que nos ha dejado, bien podemos decir: “¡Eres la caña!”.
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